Imaginen Berlín durante la Segunda Guerra Mundial. Mejor imagínense Berlín antes, un par de años antes. En la mente perversa de ese alemán sorete que conocemos como Hitler había un plan. Y para llevarlo a cabo debía, antes que nada, defender a Berlín.
En 1940, con media Europa bajo su poder, mandó a construir torres fortificadas de hormigón y acero en varias ciudades alemanas, y las llenó de cañones. Y las llamó Flakturm. Y también les puso agua, comida y hospital. O sea, las preparó no solo para asegurar el espacio aéreo de esas ciudades, sino también para refugiar a la población civil. Podían entrar 10 mil personas en cada una de las seis que levantó: tres en Berlín, dos en Hamburgo y una en Viena.
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Cada una de las torres, en realidad, consistía de dos edificaciones. La Torre G, con radar retráctil, fuego antiaéreo (cañones Flak – de ahí el nombre – de 128 mm, entre otros chiches) y una altura de 70 metros. Más pequeña y a su lado estaba la Torre L, que servía de puesto de comando, control de fuego y de escucha, que medía 50 metros. Hitler mismo se involucró en el diseño, y fue prioridad absoluta su construcción.
Las tres de Berlín formaban un triángulo (y sí), y tenían un poder de fuego de 14 kilómetros a la redonda. Igual no sirvieron de mucho, Adolfo.
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Poco después de la rendición, los berlineses adoptaron un nombre cariñoso para referirse a las torres del parque Volkspark Friedrichshain: las llamaron Mont Klamott (Monte Basura). Los aliados las tiraron a la mierda, y allí fueron a parar los cascotes de los edificios destruídos de Berlín durante la toma.
Si alguna vez caminás por el Volkspark Friedrichshain podrás apreciar dos colinas parquizadas, con unas hermosas vistas de la ciudad, según la Lonely Planet en internet. Lastimosamente, esa guía turística nada dice de la historia que hay debajo de ellas. Ni de esta canción de la banda Silly de Alemania del Este (Amiga, 1983):